IV

Hay un límite abarcable, y sus centinelas siempre nos hablan flojito:
“Vuélvete, vuélvete, más allá no hay nada”
y retrocedemos hasta chocarnos con el principio.
Por inercia volvemos a avanzar, enseñando nuestra calva cabeza.
El camino es tan liso y transparente que
no nos permite saber a dónde nos dirigimos.
Pero ahí están los centinelas, una vez más:
“Vuélvete, vuélvete, más allá no hay nada”
y alguien se tropieza, y todos caemos
y ellos chillan:
“¡Fuera, largo de aquí! ¡U os destriparemos y ondearemos vuestros cuerpos como banderas!”.
Me doy cuenta que tengo los ojos cerrados, pero no estoy soñando.
No puedo abrirlos.
No puedo abrirlos.
Los abro.
No hay nadie, estoy sola.
Nos han enterrado a todos, nuestras mujeres nos buscan.
Querría hablar, pero tengo la mandíbula muy lejos
querría abrazarme, pero no recuerdo mis brazos
querría pensar más claramente, pero me han robado el cerebro.
Nuestras mujeres lloran.
Me apago, sé que los centinelas nos observan.